Por: Avidel Villarreal G.
Cualquiera de nosotros se siente alguna vez mánager de tribuna. Piensen en su deporte favorito. Están en el momento crucial del juego que les permitiría entrar en las finales. Tienen la inmensa suerte de estar en el estadio. Saben que ese equipo tiene cómo ganar. Entienden perfectamente que eso es posible con la condición de que jueguen como un buen equipo. Pero en el transcurso de esos noventa minutos que corren irreversiblemente hasta que se agota el tiempo ocurren cosas que nadie espera, nadie desea.
El jugador “estrella” comete errores incomprensibles, los que están en la defensa dejan pasar la pelota mientras corren con un ostentoso desánimo. Las gradas comienzan a pitar con desagrado el juego desarticulado, desangelado de su equipo. Cada uno comienza a desarrollar la patología del héroe fallido, intentan jugar solos, ser la estrella que cambie el desastroso rumbo de los acontecimientos. Ante eso, el director técnico cambia a unos y a otros sin lograr que el equipo retome la armonía y las ganas de ganar.
Al final todo concluye como cabía esperar. Una derrota rotunda, inesperada, que los deja a todos entre las excusas incomprensibles y el mal sabor de que, si hubieran trabajado más articulados el resultado podía haber sido otro. Todos hemos sido espectadores de esos desconciertos.
Lo mismo pasa en otros ámbitos de nuestra vida. Yo lo he visto muchas veces en equipos de campaña que lo tenían todo para ganar, pero se convirtieron en la razón más valedera de la derrota. Las causas son muy similares a lo que ocurre en los equipos deportivos. Hagamos el inventario.
- Algunos individuos nunca han aprendido en realidad (ni quieren aprender) cuáles son sus responsabilidades, particularmente en ciertas jugadas o situaciones. Son los que se traban, no saben qué es lo que se espera de ellos.
- Algunos temen al director del equipo. O simplemente le tienen rabia o envidia. No pueden comunicar sus necesidades y por lo tanto pretenden saber cosas sobre las que en realidad deberían estar preguntando.
- Algunos quieren hacer las cosas “como siempre se hicieron” mientras que otros consideran que se necesitan insertar nuevas tecnologías. Unos y otros comienzan la guerrilla para lograr imponer su punto de vista. No hay peor forma que perder el tiempo.
- Como el invitado indeseado es el poder, la lucha que se plantea por obtenerlo y conservarlo, las camarillas y facciones discuten y pelean, obteniendo únicamente que venga con ellos la derrota que los deja a todos fuera del juego.
- Nadie se entiende como parte de un equipo que tiene un propósito superior al logro de esas agendas individuales asociadas a la propia relevancia. Así no hay forma de identificar metas comunes con las que todos se comprometan. Algunos piensan que su objetivo “superior” es destrozar las posibilidades del otro que está a su lado.
- El director de campaña toma las decisiones, pero algunos no se quieren dar por enterados. O peor aún, discrepan silenciosamente y obstaculizan la acción. Si estas decisiones se presentan en una reunión todo el esfuerzo se centra en destrozarlas, invalidarlas o presentar otras propuestas para sacar la discusión del foco estratégico.
- Los celos existen, la envidia también. Y ambas son los mejores conspiradores contra la unidad de propósito y el trabajo en equipo.
- Todo esto ocurre. Todos saben lo que está pasando, pero no saben como remediarlo.
Por eso, cuando corresponde armar un equipo de campaña, hay que tener presente que todos estos problemas pueden ocurrir y van a ocurrir. Al parecer nadie llega preparado para ser parte de un equipo. Ni siquiera tienen presente en qué consiste. Por eso es acertado tener un concepto a mano: “Un equipo es un conjunto de personas que debe depender de la colaboración del grupo para que cada uno de los miembros experimente el éxito óptimo y se alcancen las metas”. Hay que aprender a jugar en conjunto para asegurar el éxito.
No me refiero a celebrar los éxitos sino a planificar cada jugada. Repasar los planes y estrategias acordados una y otra vez. Hacer la parte dura y aburrida del plan. Acordar la agenda, elaborar el cronograma de actividades, asignar responsabilidades, estimar los presupuestos, hacer seguimiento, revisar lo que puede salir mal, corregir las experiencias que no fueron suficientemente buenas, tratar de aprender de los errores y tener la oportunidad de vivir y reafirmar el espíritu del equipo.
Los equipos se crean, se cuidan, se alinean cuando pierden dirección, se auditan en sus resultados y se ajustan cuando una parte demuestra que no puede con la tarea encomendada. Tener conciencia de que todos estamos en el equipo es importante. Y que nuestro desempeño es imprescindible para el trabajo del resto, aunque nosotros creamos que nuestro aporte es insignificante.
Como ocurre en el futbol y en cualquier deporte de competencia, los dos principales enemigos de los equipos son el miedo y el orgullo. Miedo a perder y a no ser reconocidos como excepcionalmente valiosos. Si un equipo se deja allanar por esos sentimientos negativos cae en la inacción y será derrotado. La única forma de contrarrestarlos es tratando de jugar lo mejor posible, hacer lo que a cada uno corresponde y reconociendo que no hay aporte pequeño, ni el nuestro ni el de los demás. Y como se suele decir, salir a la cancha a dar lo mejor de sí.