La mejor forma de perder es perdiendo el tiempo

 

“No se puede recuperar el tiempo perdido, pero se puede perder el que queda.”

Con esta advertencia lapidaria, Winston Churchill dejaba claro que el tiempo, en toda empresa humana, es un recurso no renovable. En política, esta afirmación adquiere una fuerza brutal: el tiempo no solo marca la diferencia entre ganar o perder, sino entre existir o desaparecer en el tablero electoral.

 

Una candidatura no se improvisa. No se levanta en unos cuantos meses ni se consolida sobre la marcha. Hay trayectorias que se construyen durante años, desde el momento mismo en que surge la posibilidad. Pero cuando se acerca la hora de la verdad, todo se acelera. El reloj político entra en cuenta regresiva y no perdona. Seleccionar al estratega, formar el equipo, reunir recursos, diseñar la narrativa, organizar el presupuesto, gestionar medios, resolver los aspectos legales, negociar con el partido, activar las redes de apoyo: todo debe estar en marcha con precisión milimétrica. Quien no lo entienda así, está condenado a perder.

 

Y sin embargo, ocurre una y otra vez. Se pierde tiempo valioso, se aplazan decisiones fundamentales, se cree, con ingenuidad, que siempre habrá espacio para recomponer. Hasta que llega el momento en que ya no hay margen. ¿Cuántas veces hemos escuchado esa frase derrotista: “una semana más de campaña y ganábamos”? Esa semana existió, claro. Existió muchos meses antes. Lo que ocurrió es que no se supo aprovechar. En lugar de anticipar, se especuló. En lugar de actuar, se esperó.

 

No solo se pierde tiempo; se pierden oportunidades que no vuelven. Espacios en medios, alianzas estratégicas, posicionamientos territoriales, decisiones cruciales para blindar la candidatura. Algunos creen que basta con tener un buen discurso o un PowerPoint brillante para convencer. Pero en el campo político real, si la estrategia no está distribuida en el tiempo, no es estrategia: es simulación. Una buena campaña no se mide por lo bien que suena en una presentación, sino por lo bien que se ejecuta cada día, con sentido de urgencia y visión táctica.

 

Para los candidatos, este punto debe ser claro desde el inicio: el único día no negociable es el día de la elección. Todo lo demás puede moverse, menos ese. Por eso la agenda debe ser exigente desde el primer minuto. La velocidad para ensamblar, la disciplina para sostener la operación, el compromiso para resistir el desgaste: todo cuenta. El estrés será alto, las exigencias extremas y la necesidad de liderazgo total. Quien no lo entienda, no está listo.

 

El estratega también tiene una responsabilidad ineludible: asumir su rol con plena dedicación. No se puede conducir una campaña desde la distancia o en modo parcial. Hace falta inmersión total. El tiempo es un bien demasiado preciado como para desperdiciarlo en planes decorativos o diagnósticos eternos. Cada minuto cuenta. Cada decisión tomada con oportunidad puede marcar la diferencia.

 

En política, como en otras dimensiones de la vida, hay recursos que se pueden sustituir, pero el tiempo no es uno de ellos. Se puede compensar la falta de dinero con creatividad, la falta de estructura con audacia. Pero si no hay tiempo, o peor aún, si se derrocha, todo lo demás se convierte en gasto inútil.

 

Este principio no solo aplica a las campañas. Es una regla de vida. Toda meta que vale la pena requiere una administración rigurosa del tiempo. No se trata de obsesión, sino de enfoque. Quien valora su tiempo, valora su propósito. Quien respeta los plazos, construye resultados.

 

Porque al final, el tiempo no se recupera, no se estira, no se compra. Se usa o se pierde. Y en política, la mejor forma de perder… es perdiendo el tiempo.

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