La trampa de las percepciones en la construcción de imagen política
Por Avidel Villarreal Gálvez
En política, hacer todo bien no siempre basta. Puedes tener resultados, experiencia, preparación y un discurso impecable y aún así, no conectar con el electorado. ¿La razón? La percepción.
La política no se define por lo que es, sino por lo que la gente cree que es.
Y en esa diferencia se pierden muchas candidaturas.
La percepción es una construcción emocional. Se forma con lo que se ve, se oye y, sobre todo, con lo que se siente. No responde a verdades objetivas ni a datos fríos. Por eso, no importa cuán sólidos sean los logros de una figura pública: si su narrativa emocional no resuena, si su imagen no genera cercanía o credibilidad, su proyecto está en riesgo.
En el mundo real, los ciudadanos manejan versiones simplificadas de la realidad. Construyen filtros con los que organizan lo que les gusta y así como también lo que rechazan. Y una vez que una percepción se instala, tiende a volverse rígida, resistente al cambio. Ahí es donde el estratega político enfrenta su mayor desafío: modificar aquello que el electorado ya cree saber.
Muchas veces, los negativos que acompañan a un candidato no tienen fundamento en hechos verificables. Son producto de rumores, errores ampliados por la opinión pública o simples “leyendas urbanas” que, por repetición, terminan aceptándose como verdades. Y no hay nada más peligroso que una mentira eficaz convertida en verdad política.
Transformar una percepción negativa no es solo cuestión de imagen: es una operación estratégica de alto nivel.
Implica desmontar la narrativa que la sostiene y reemplazarla por una nueva, emocionalmente potente, creíble y coherente. Para lograrlo, el estratega no puede quedarse en la superficie. Tiene que comprender las construcciones mentales del electorado, conectar con sus emociones profundas y reconfigurar el relato que rodea a su candidata o candidato.
Pero esto solo es posible si existe coherencia entre lo que se piensa, lo que se dice y lo que se hace. No hay narrativa eficaz que sobreviva a la contradicción. La confianza se construye con congruencia, y la percepción no se corrige con slogans o frases elaboradas, sino con actos consistentes y repetidos.
Ahora bien, esta reconstrucción de imagen exige una renuncia dolorosa: abandonar la idea de que lo que “es” debería bastar para convencer. Porque no se trata de borrar el pasado ni de maquillar errores, sino de construir un presente narrativo más poderoso que el juicio anterior. Es, en esencia, una batalla por resignificar el sentido público de un nombre.
Por eso, la vieja frase “que hablen de uno, aunque sea mal” es, en el siglo XXI, una estrategia de alto riesgo. La viralidad de lo negativo, la velocidad con la que circulan los juicios, y la baja tolerancia de las audiencias a la ambigüedad, convierten cualquier percepción tóxica en una amenaza real. No todas las menciones suman. No toda exposición construye.
Cada percepción pública es una moneda. Tiene dos caras. Puede impulsarte o hundirte.
Y no importa si es cierta: si se cree, actua como verdad.
Por eso, el reto estratégico más grande no es solo ganar una elección. Es ganarse la percepción.
Porque ahí, y no en otra parte, se juega la viabilidad de un liderazgo político.
Y tú, que quieres ser candidato o candidata… ¿ya sabes qué están viendo de ti?
