El peso del poder: ¿herencia que suma o que resta en campaña?

Por Avidel Villarreal Gálvez

Comencemos este artículo con un concepto clásico de poder . Se lo debemos a Max Weber y es el siguiente: El poder es la probabilidad de imponer la propia voluntad dentro de una relación social aún contra toda resistencia y cualquiera sea el fundamento de su probabilidad.

Asumiendo la esencia de esa proposición, en política, el poder no es solo una posición ni un conjunto de funciones. Es, ante todo, una experiencia humana densa, un campo de fuerzas simbólicas, afectivas y prácticas que imprime su marca en quien lo ejerce… y también en quien lo hereda. Gobernar es dejar huella, pero también es dejar deuda, expectativas y heridas. Por eso, cuando llega el tiempo de campaña, el poder —ese mismo poder que tantos anhelan— puede volverse un peso que sofoca o una plataforma que impulsa. Lo que determina una cosa u otra no es únicamente el balance de gestión, sino la estrategia con la que se enfrente su legado.

Toda campaña que sucede a un gobierno enfrenta una primera decisión fundacional: ¿defenderá la continuidad del proyecto o construirá un relato de cambio, aun desde dentro del mismo signo político? Esta no es una pregunta retórica ni secundaria. Es el eje sobre el que gira toda la arquitectura narrativa y simbólica de la campaña. Que esa decisión sea acertada, más allá de compromisos emocionales y partidistas, va a sellar la suerte del candidato.

Cuando el oficialismo es impopular, se suele caer en una trampa frecuente: la ambigüedad. El o la candidata se distancia en lo discursivo, pero conserva el respaldo de los cuadros, del partido y de la maquinaria institucional. El resultado: una narrativa errática, sin convicción, incapaz de seducir a los descontentos ni de movilizar a los leales. Esa indecisión estratégica termina reflejándose en las encuestas: perfiles que no despegan, apoyos tibios, percepciones de inseguridad. Porque el electorado no castiga tanto los errores como la falta de claridad.

Por el contrario, cuando el gobierno saliente goza de una relativa aprobación, el peso del poder puede ser transformado en continuidad simbólica. El nuevo liderazgo se presenta como garante de lo alcanzado, pero también como promesa de renovación. Aquí, el desafío es otro: conservar sin parecer conformista, avanzar sin traicionar. Y eso exige un delicado equilibrio entre homenaje y superación.

Una campaña no es una operación de maquillaje. Es un proceso complejo de construcción de sentido. Y eso lleva tiempo. Comenzar temprano no es solo una recomendación técnica, es una decisión política con implicaciones profundas. La procrastinación se paga muy caro en las campañas políticas.

El tiempo permite instalar una identidad. Trabajar la imagen, probar mensajes, ensayar relatos. Pero también ofrece margen para intervenir sobre la percepción del gobierno saliente. Si se comienza con suficiente anticipación, es posible reparar algunos daños, corregir errores de comunicación, reforzar logros que el ciudadano ha olvidado o dar explicaciones que nunca se ofrecieron.

Pero si se espera demasiado, el pasado se vuelve una losa. Los problemas no resueltos se incrustan en el presente de la candidatura. Los errores se heredan, aunque no se compartan. Y el adversario gana terreno al imponer su propia narrativa sobre la historia reciente.

Todos han escuchado alguna vez la consigna “los rusos también juegan”. Siempre hay que tenerla presente. Ningún político llega a tener tanto poder como para controlar conductas, iniciativas y estilos de sus competidores. Por eso, como advertía Maquiavelo, incluso el príncipe más virtuoso puede ser víctima de la fortuna ajena. Esto tiene varias lecturas. La más obvia, que nadie debería amarrar su propia suerte a la mala gestión de un gobernante que va de salida. Pero hay otra, mantener la iniciativa, ser audaces en el mensaje y muy sensatos en los equilibrios políticos comunicacionales que sean necesarios, entre otras medidas estratégicas, garantizan que “la suerte siga a favor de nosotros”.

El poder desgasta. Y la razón es sencilla: gobernar implica tomar decisiones difíciles que no complacen a todos. Por eso, decisiones de mucho peso estratégico deben tomarse desde el primer momento: ¿se va a defender la continuidad o se va a encarnar el cambio? Esa decisión determina toda la arquitectura del mensaje. Y requiere de hilar muy fino para construir consensos que a veces tienen justificaciones dolorosas.

En ese contexto, sostener una candidatura oficialista requiere alinear tres voces que muchas veces hablan idiomas distintos: el gobierno, el partido y el equipo de campaña.

Cuando cada uno actúa por su cuenta, el mensaje se dispersa. El gobierno habla desde la gestión, el partido desde la lógica interna de poder y el comando de campaña desde la conquista del electorado. Si no hay una narrativa común, la ciudadanía percibe contradicción, desorden y oportunismo. En cambio, cuando los tres actores logran articularse, se potencia la capacidad de comunicar propósito, proyecto y pertenencia.

La coherencia narrativa no significa uniformidad, sino orquestación. Cada actor debe saber cuál es su papel en la sinfonía política, y cómo lo que dice y hace contribuye a la confianza general. Esto es especialmente importante en contextos de polarización o crisis de legitimidad, donde cada gesto tiene impacto simbólico.

En el campo opositor, el punto de partida suele ser más claro: se parte de la denuncia del orden actual y de la promesa de transformación. Pero esa claridad es muchas veces ilusoria. Porque denunciar no es lo mismo que proponer, y el cambio sin dirección puede ser tan inquietante como la continuidad sin contenido.

La buena estrategia opositora no solo señala errores, sino que interpreta el presente. Ofrece un marco de comprensión de por qué las cosas están como están, y a partir de ahí traza un horizonte. No se trata de enumerar problemas, sino de ofrecer sentido: un relato que nombre los dolores colectivos y los transforme en posibilidad política.

Y, sobre todo, necesita construir una vocación de poder. No basta con ser alternancia, hay que parecer gobierno. Mostrar temple, capacidad técnica, solidez emocional, sentido de Estado. En sociedades donde reina la incertidumbre, los votantes no buscan héroes, sino garantías. Confianza en que ese futuro prometido será posible, gobernable y estable.

Hay algo que ni las encuestas ni los algoritmos pueden garantizar: la lectura del momento político. Saber cuándo hablar, qué decir, qué no decir. Comprender cuál es el estado emocional de la sociedad, qué heridas están abiertas, qué demandas son urgentes, qué valores están en juego. La estrategia eficaz no se impone al contexto, lo interpreta. Y trata de ser persuasiva. Lo más convincente posible.

Aquí es donde entra en juego la dimensión filosófica del poder. Porque el poder no solo se ejerce, se significa. Es representación, es promesa, es símbolo. Y, como tal, puede cargar con una historia —con sus aciertos y sus culpas— o puede representar una ruptura. Saber leer esa diferencia es lo que separa una campaña ganadora de una que muere en la intención. Por eso, el rol del estratega es conseguir que su candidato y su comando tomen distancia de las emociones, que a veces los ciegan y los conducen al desastre.

En definitiva, el peso del poder en cualquier campaña política es real, pero no es ineludible. Su efecto dependerá de cómo se administre su legado, de cuán clara sea la apuesta estratégica y de la capacidad para construir confianza ciudadana. Porque más allá de los slogans y las encuestas, lo que está en juego en toda elección es algo más profundo: la construcción de un nuevo pacto simbólico entre quien aspira a gobernar y una sociedad que, aun desencantada, sigue buscando razones para creer.

El poder no es una carga inevitable, sino una prueba. De carácter, de inteligencia, de visión. Quien lo hereda debe preguntarse no solo qué va a hacer con él, sino cómo va a hacerlo significar. Esa es, al final, la pregunta más difícil y decisiva de toda campaña política. Y la respuesta se debe conseguir al inicio, porque dejarla sin contestar puede trastornar todo el curso de la campaña, la comunicación y los esfuerzos por conseguir esa empatía social que haga la diferencia.

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