Avidel Villarreal Gálvez.
La victoria de Donald Trump el 5 de
noviembre de 2024 debe interpretarse como algo más que un cambio de liderazgo.
Es un mensaje contundente del electorado que los líderes políticos no pueden
ignorar. No se trata solo de la popularidad del expresidente republicano, sino
de la acumulación de errores y omisiones estratégicas de su oponente, el
presidente Joe Biden. En este caso, Biden no solo perdió, sino que su gestión
se convirtió en el mayor activo político para su rival.
La factura de la desilusión
El desempeño de la administración Biden
fue una tormenta perfecta de errores: un colapso económico que erosionó el
poder adquisitivo de los ciudadanos, la sensación de inseguridad que permeó los
hogares estadounidenses, una política exterior que abandonó el liderazgo global
y una incapacidad flagrante para proteger las fronteras. Estos fracasos no solo
afectaron los índices de aprobación, sino que dejaron al electorado con una
profunda sensación de abandono y vulnerabilidad.
El partido Demócrata cometió algo más
que una ligereza al postular por segunda vez a un líder envejecido, con obvias
limitaciones cognitivas y muy ausente de la gestión cotidiana del poder. Una
crisis de desconfianza creciente arrasó con la primera oleada de respaldo que
le dio una mayoría determinante en las primarias. Comenzó a ser obvio que el
presidente no iba a ser capaz de dirigir con éxito la solución de problemas que
se iban acumulando. No parecía capaz de hacerlo, ni siquiera con el soporte
leal de su esposa, del grupo de colaboradores que lo rodeaban y la excesiva
benevolencia de los medios de comunicación.
En política, las percepciones importan
tanto como las acciones. Un ciudadano que percibe que su entorno empeora —sea
su economía, su seguridad o su estabilidad emocional— no vota por continuidad.
La elección de 2024 fue tanto un voto de confianza a Trump con un grito de
frustración contra el statu quo representado por Biden.
Lecciones de una gestión fallida
El caso Biden es un recordatorio de que
la política es, en última instancia, el territorio del pragmatismo. Los valores
y las promesas abstractas no pueden reemplazar resultados concretos. Aquí
algunas lecciones clave que deben aprender quienes ocupan o aspiran al
poder:
1. Economía primero: Nada moviliza al electorado más rápido
que la crisis económica. Una gestión que no aborda la inflación, el empleo y el
crecimiento económico está condenada al rechazo.
2. Seguridad como prioridad: El miedo y la inseguridad generan
resentimiento hacia quienes tienen el poder. No basta con discursos; las
soluciones deben sentirse en la vida cotidiana.
3. Liderazgo en política exterior: La ausencia de un liderazgo claro a
nivel global afecta la imagen del país y la confianza interna. Un líder que no
proyecta fuerza debilita tanto a la nación como a su propia opción.
4. Decisiones estratégicas a tiempo: Retrasar decisiones fundamentales —como
la selección de un sucesor fuerte o un enfoque claro de campaña— puede
significar la diferencia entre la victoria y el fracaso.
Algo más. Por mas benevolentes que eran
sus más entusiastas seguidores, pronto cayeron en cuenta que la administración
Biden ni tenía resultados robustos que mostrar, ni podía garantizar que ellos
ocurrieran en el futuro. Pesaban formas impropias de tomar decisiones. La
salida de Afganistán fue la ocasión de una decepción temprana. La imposibilidad
manifiesta del presidente de afrontar el debate político con responsabilidad y
fortaleza fueron al final como ruedas de molino amarradas a las posibilidades
de renovar el mandato. Y no contar con una sucesión de buen nivel, finalmente
le cerraron cualquier opción al triunfo.
La desconexión entre la clase política
y el electorado
Un error emblemático de la
administración Biden fue el nombramiento de una candidata que, en lugar de
confrontar a Trump con determinación, parecía más preocupada por garantizar la
vigencia de las modas ideológicas que por ganar la confianza de los votantes
con promesas concretas de bienestar.
Kamala fue una mala candidata.
Excesivamente ideologizada, hizo una campaña para satisfacer las minorías
postmodernas al tiempo que confrontaba al resto del país. ¿Por qué el partido
Demócrata cometió un error de esta magnitud, arrebatando los procesos
tradicionales de legitimación y transformando la elección en una decisión de
cúpulas y grupos de interés? Este tipo de decisiones demuestra que hay una
desconexión preocupante entre las élites políticas del partido y la realidad
del ciudadano promedio, al cual trataron con desprecio.
En política, las campañas no son foros
académicos ni ejercicios de corrección política; son luchas por el poder, y el
poder se gana entendiendo y respondiendo a las prioridades de la gente. Demostrando
que se les respeta, se les comprende, se les aprecia y con la mayor disposición
a trabajar por ellos. El mensaje de Kamala era lo contrario, profundamente
autoritario, dispuesta a forzar la ideología y transformar al país en una
bacanal de iniciativas extremas que afectaban la sensibilidad del ciudadano
promedio y los amenazaba con la extinción.
Tal vez por eso dijo el senador independiente
por Vermont y líder izquierdista que participa del bloque demócrata en el
Congreso Bernie Sanders que “no debería sorprendernos que un Partido Demócrata
que ha abandonado a la clase trabajadora descubra que la clase trabajadora lo
ha abandonado a él”.
Un llamado a la reflexión para los
líderes
El análisis de esta derrota no es un
ejercicio de crítica destructiva, sino un análisis temprano sobre las duras
lecciones que hay que aprender rápidamente para no caer por el mismo barranco.
Me gustaría que lo ocurrido y sus causas reales sean un espejo para quienes
gobiernan o quieren llegar a dirigir sus países. Esta elección tiene un mensaje
para los líderes actuales y futuros que no pueden negarse a recibir y procesar:
–
No
subestimen la inteligencia del electorado ni el impacto de sus decisiones.
–
Sean
pragmáticos y directos; los ciudadanos valoran los resultados tangibles sobre
las palabras y los compromisos ideológicos.
–
Anticipen
el cambio y no teman tomar decisiones difíciles en momentos críticos.
Un recordatorio poderoso
El triunfo de Trump no fue solo
producto de su retórica o su base de respaldo. Su liderazgo no se confió.
Recorrió el país, demostró firmeza, fortaleza y compromiso, no se amilanó ante
la persecución y mantuvo vigente su mensaje. Su oferta era concreta y estaba
dirigida a satisfacer las necesidades reales de los americanos, y sus
expectativas como país. Pero también consiguió terreno fértil como consecuencia
directa de los errores de su oponente, del partido y los intereses que lo
adversaron con saña y del descalabro de la candidatura de Biden que no pudo ser
compensado por su sustituta que hizo una campaña errada y derrochadora que no
le dio resultados.
Esta elección debe recordarnos que el
poder no es eterno ni inmune al juicio popular. Cada acción —o inacción—
cuenta, y cada decisión, grande o pequeña, tiene el potencial de construir o
destruir una carrera política.
Al final, esta lección no solo aplica a
Biden, sino a cualquier líder que aspire a mantenerse en el poder. Gobernar no
es un privilegio; es una responsabilidad. La posición de poder siempre será
precaria. Siempre dependerá de los plazos electorales, cuando llega el momento
de presentar resultados y proponer una visión de futuro. Eso solo lo logran
líderes creíbles.
Por eso yo invito a los políticos a la
autocrítica temprana, a la revisión de las estrategias, a repensar las
prioridades y a recordar que los ciudadanos, cuando votan, lo hacen desde el
bolsillo, la tranquilidad y la percepción de un futuro mejor. Que esta derrota
sea una lección para todos los que están al mando.