Por Avidel Villarreal
El humor social no cambia con los resultados de una contienda electoral. En el mejor de los casos los ciudadanos dan una tregua para que el gobernante tenga la oportunidad de “demostrar que trae en la bola”.
Eso que llamamos humor social es un complejo de emociones, frustraciones y expectativas que se traducen en un sentimiento marcado hacia la política, los políticos, los partidos y dirigentes específicos. Es como un gran barrido clasificatorio en el que se asignan responsabilidades reales o supuestas por la situación personal, el futuro del país y los problemas como la corrupción, la generación de empleo, la seguridad, los servicios y la paz social. Es un saldo de resultados que muestra al pueblo esperanzado, conforme, disgustado o a punto de la explosión social. Si quieren otro nombre, se llama legitimidad, o sea, la creencia o no en la validez del sistema político.
Esto me da pie para hacer contrastes precisos entre dos arranques de período presidencial muy diferentes. En México Claudia Sheinbaum arranca con viento a favor, niveles de popularidad muy significativos, una elección ganada por mucha ventaja y la conformación de un parlamento donde su partido tiene mayoría. Recibe ella en heredad el respaldo social de Andrés Manuel López Obrador y un humor social bien dispuesto para los cambios y la esperanza que son banderas del proyecto de la Cuarta Transformación. Ella comienza con un capital político sustancial, pero también con el efecto comparación entre un liderazgo carismático y lo que ella pueda fijar como su propio estilo.
El otro caso es el del nobel gobernante de Panamá. José Raúl Mulino es hijo de sus circunstancias. Una candidatura sobrevenida, atada a la figura de un expresidente imbatible en la popularidad que suscita, pero que ganó porque logró consolidarse como la primera minoría. El resto del país, fragmentado en el resto de las opciones, está representado por una Asamblea de Diputados que no necesariamente quiere alinearse automáticamente con el mandatario. Y, tal vez lo más importante, un país convulso, agobiado por problemas del día a día, contrariado con la democracia y muy atento a pasar factura inmediata al primer desliz.
Ambos gobernantes llegan con las facturas vencidas que les dejaron en el escritorio los gobernantes anteriores. Pero la diferencia está en el grado de paciencia con la que el país está dispuesto a esperar los primeros resultados. El elector sabe que, aun ganando su candidato preferido, sus problemas no desaparecen mágicamente. También va a escrutar con mucho cuidado si “su presidente” les va a cumplir.
No hay borrón y cuenta nueva. Se montan en un juego que va por la mitad. Tienen que destacar, priorizar, armonizar, y mostrar interés en la gente. Tal vez tener el viento en contra de entrada es una bandera roja que precozmente advierte que las dificultades están allí y es un aliciente para hacer lo debido desde el primer momento. Dependerá de la prudencia del gobernante, de su humildad y su disposición a cumplir sus promesas.
En el caso de las victorias arrolladoras empatizar con el humor social puede ser más complicado. Las mieles del triunfo, el cerco de la adulancia y las propias agendas con cegadores disfuncionales que pueden transformarse en un traspié.
Decía Séneca, filósofo, político y orador romano, que “ningún viento favorable para el que no sabe a donde va”. Ese es el quid de la cuestión. De entrada, hay que tener un plan, un propósito y un inventario de los medios. Y decirlo al país con transparencia, aun cuando eso signifique plantear un duro camino por recorrer.
El capital político de ambos presidentes deben verlo como un préstamo a intereses. De ellos dependen cómo lo usan y contra qué acciones van a girar ese voto de confianza inicial, que no es pertenece a ellos en la misma medida que son parte de una accidentada continuidad democrática.
Lo hará mejor quien entienda con mayor precisión las necesidades y aspiraciones de la gente. Si no es así desde el inicio, no tiene la más mínima oportunidad de terminar su mandato con un nivel de reconocimiento que les permita caminar con la frente en alto en medio de los ciudadanos.